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La Voz de Mego

Y pensar y la luz

Y pensar y la luz

Un día despertó con los ojos cerrados, con la sonrisa agachada y el estímulo enfermo. Caminó por las calles de la ciudad tropezando con el mobiliario llamado arquitectura. No había nada que hacer, porque todo era oscuro, todo era igual. Nadie se asomaba a su (de él) ventana y por eso decidió apagar la luz para siempre.

Se sentó, sin saber muy bien donde, para ver el tiempo pasar. Unos gritos le advirtieron que estaba fuera de lugar. Siempre había estado en otra parte, porque siempre había oído el mismo ruido, pero (quizá) ahora lo sabía. Siempre, sin darse cuenta, había conducido sus pasos equivocadamente. Pero también, siempre, sin darse cuenta, se levantaba cada día hacia el mismo lugar. Siempre, sin saberlo.

Pie tras pie, en silencio, como quien no quiere recordar, seguía andando hacia cualquier otra dirección, ninguna parecía (¿O era?) correcta. Estaba perdido y no había sido, no se sentía, atropellado. La selva automovilística que engullía la ciudad se había apiadado (¿De verdad?) de su persona conformándose con perseguirlo y acosarlo, produciendo un guirigay ininteligible, pretendiendo ser el único espacio latente.

Unos brazos desconocidos lo recogieron del suelo, le pusieron bien el sombrero (pero, ¿llevaba sombrero?) y lo dejaron de nuevo (¿O ya era viejo?) caminar. Durante el actual trayecto se dedicó a pensar en el objeto decorativo que coronaba su cabeza. De qué servía llevarlo si el no podía disfrutarlo, de qué servía aguantar su minúsculo peso si era incapaz de aguantar el suyo propio. Se despojó de él y lo abandonó, en una calle cuyo nombre no sabía, cuyo espacio no distinguía, seguía siendo demasiado de noche para ser de día. Sintió entonces que tampoco sus vestiduras eran necesarias, así que se desnudo y siguió, esta vez, paseando. Ya no debía haber nadie por las calles porque cada vez estaba más oscuro.

Se le ocurrió pensar que era poderoso porque había conseguido ser invisible para el universo, había logrado dar la espalda a la sociedad. Era dueño de un infinito negro oscuro cuyos límites, ya dichos, incluso para él, producían temor entre sus habitantes. Entre él y su cuerpo. Nadie podía arrebatarle la soberanía de una (su, suya) tierra cuyas fronteras le parecían, ahora, demasiado grandes. Necesitaba, entonces, a alguien que la vistiera, que le diera nombre, que la habitara, que…

¡Estaba volviéndose loco! ¿Estaba volviéndose loco? Estaba volviéndose loco, precisamente había huido de la civilización por comportar demasiadas normas; otras tantas (de ellas), demasiadas, incumplidas; demasiadas personas, demasiadas cosas/objetos que observar e imposibles de ver porque la gente las oculta/guarda/tapa. Ahora era él quien, siendo su dueño era el verdugo de sus (de él) ojos, condenados a mirar hacia una sola dirección. Se dio la vuelta (a si mismo) ¿Y si las cosas cambiaban mientras él estaba mirando hacia otra parte, si no fuera capaz de controlar lo que sucedía en su propio mundo por estar descubriendo un nuevo espacio, si no fuera capaz de advertir la luz porque se encontraba en la sombra?.. Qué clase de gobernador sería si dejara que todo sucediera sin advertirlo. Quiso empezar de nuevo, volver a ver, sobretodo, quiso convertirse otra vez (por decir algo) en ciudadano. Como el que no hace nada, como quien no piensa en nada, como quien protesta por nada, como quien desconoce su (suyo, su yo) lugar; en definitiva, como sin responsabilidades.

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